Se dice que el defecto nacional es la envidia, que en nuestro país los triunfadores están mal vistos, que nadie es profeta en su tierra… Parece que asumimos la envidia cómo uno de nuestros rasgos definitorios. Tengo que admitir que me molestan los estereotipos porque son la base de los prejuicios, por eso creo que vale la pena cuestionarlos o por lo menos reflexionar y poner a prueba con datos su solidez. Hace unas semanas se publicó un estudio sobre la envidia realizado por cuatro universidades españolas. Según sus conclusiones casi un 30% de los sujetos manifestaron elecciones que implicaban reducir el bienestar de otros que se percibían en ventaja, estas serían elecciones envidiosas, lo que parece confirmar el estereotipo del español envidioso. Vamos a analizar en qué consiste la envidia y porqué somos envidiosos.

Se puede definir la envidia cómo el deseo por lo ajeno. Está catalogada por los expertos cómo una de las emociones más complejas, a diferencia de las primarias cómo la ira, la tristeza, el miedo, la alegría… Se relaciona con la sintomatología depresiva, la ansiedad, la ira y se asocia con un mayor desajuste emocional. Pero está en la base evolutiva del ser humano desde edad muy temprana, presente en todas las culturas y forma parte del proceso de socialización del niño, los celos entre hermanos son ejemplo de ese deseo de acaparar lo que el otro tiene por ser diferente, el juguete, el helado o la atención y el cariño de los cuidadores. Envidiar implica comparación con el otro, si en esta comparación salimos perdiendo en lo que nos importa, es natural desear reducir esa diferencia. Lo que convierte una respuesta de envidia en “sana” o “patológica” es la conducta que realizamos para eliminar el malestar causado por la desigualdad.miradas-de-envidia-7-ninos-besandosejpg

Se envidia a los iguales. Es muy raro envidiar a quién está muy alejado de nuestra clase social o grupo de referencia, así, es más difícil envidiar a Donald Trump que al vecino o al amigo que consigue lo que se propone en la vida y es feliz. Además, solo envidiamos lo que tiene valor para nosotros o nos define cómo personas de éxito. Por ejemplo alguien que tenga cómo valor la excelencia profesional, es más difícil que admire a quien conduce un Ferrari. Quizás funcione aquí un mecanismo similar al del aprendizaje vicario, igual que imitamos para aprender lo que el otro ya sabe hacer. La comparación nos estimula a conseguir lo que el otro ya tiene.

Esta emoción se manifiesta de distintas formas, de hecho hablamos de “envidia sana” o “envidia patológica” según la gravedad de la conducta de quien la sufre y las consecuencias que tienen sus acciones dirigidas a mitigarla. Es interesante detenernos brevemente, en analizar las clases de envidia. Algunos autores (André y Lelord, 2002) diferencian tres clases:

  • La envidia depresiva: Se sufre por los bienes o la felicidad ajena, pero no se siente agresividad o resentimiento contra el envidiado, si no hacía sí mismo por verse incapaz de conseguir lo que el otro tiene. Aquí la respuesta más común es retraerse evitando el contacto con las personas que suscitan la emoción, si se dan con frecuencia estas comparaciones pueden causar aislamiento o retraimiento social.
  • nina-con-pezjpgLa envidia hostil: Despierta agresividad y rencor hacia quien tiene lo que se desea. Este tipo de envidia mueve a la acción y para resolver la desigualdad trata de arrebatar o si no puede, destruir la ventaja del otro. Todos conocemos ejemplos de personas que ponen zancadillas a compañeros de trabajo, amigos, etc. ante la imposibilidad de alcanzar lo que desean. Algunas de estas respuestas son infravalorar la superioridad del otro (cómo el anuncio de la lotería en que se dice que en los áticos hace mucho calor o que los barcos marean…), desvalorizarle globalmente o castigarle causando algún mal.
  • La envidia admirativa: Se puede sufrir al ver la distancia que nos separa de quien consigue el éxito que nosotros deseamos, pero ello nos puede estimular a la imitación, a la acción para conseguir nosotros algo parecido. Todos hemos admirado algún profesor, profesional, amigo, hermano, padre… que nos ha servido de modelo para mejorar los puntos débiles. Esta sería la que llamamos “envidia sana” porque las acciones que estimula son para superarse uno mismo, no para mermar al otro.

Estos tres tipos, se pueden dar en cualquier persona y sucesivamente dependiendo de los factores ambientales que la suscitan y de las contingencias que la mantienen. Por ejemplo, en la cultura occidental se estimula y premia en exceso el éxito social y la competitividad para conseguirlo. Ser el mejor en algo, destacar, tener más que el vecino, son los criterios de éxito que se refuerzan más a menudo. La desigualdad social, la percepción de injusticia, son factores ambientales que estimulan el sentimiento de frustración personal y la aversión hacía quien consideramos que no merece más que nosotros.

Por otra parte, la envidia es una emoción reprobada socialmente,  moralmente inaceptable. Esta estigmatización de la emoción ha hecho que no sea objeto de estudios empíricos para conocerla mejor, los que más se acercaron a ella fueron los enfoques psicoanalistas o humanistas, eso ha hecho que se hayan mantenido estereotipos cómo que las mujeres somos más envidiosas que los hombres. Ha sido la psicología social, sobre todo desde la Teoría de la Comparación Social, la que ha realizado estudios más rigurosos acerca de la envidia (Alicke y Zell, 2008). En los estudios evolutivos que se han hecho, parece que surge en la primera infancia y vuelve a despertarse en la adolescencia, sin que predomine un sexo sobre otro.imagen-envidia-podium-jpg

Este rechazo social, puede explicar que en la familia y el sistema educativo, que por otra parte fomenta la competitividad, no se trate la envidia cómo otras emociones si no que se reprima, que se enseñe a ocultarla para no sentirse avergonzado. Cómo consecuencia no se enseñan estrategias de autocontrol a los niños para manejarla adecuadamente y orientarles a conseguir sus logros más que a anular los de los demás o sentirse inferiores. Si no se acepta una emoción no la podemos manejar.

Algunas estrategias para gestionar la envidia:

  1. Identificar la emoción y aceptar que la sentimos.
  2. Centrarnos más en las habilidades que tenemos o que necesitamos para conseguir nuestros objetivos, que en la comparación con los resultados de otros que ya los han conseguido. Si solo nos fijamos en los efectos, no observamos que competencias y estrategias han puesto en marcha para obtenerlos.
  3. Evitar los pensamientos “rumiativos” o “victimistas” acerca de porqué no conseguimos lo que deseamos.
  4. Valorar lo que ya somos, las capacidades que hemos adquirido de forma que nos sirvan de base para conseguir los objetivos.
  5. Promover más la admiración hacía los modelos, valorando concretamente las acciones que han llevado al éxito a otros para estimular la emulación. Así también se evitan las interpretaciones fáciles de que los demás tienen suerte y yo no.
  6. Entrenar la resistencia a la frustración, favorece el aprendizaje de valores como la constancia, disciplina y la resiliencia.
  7. Fomentar la cooperación más que la competitividad y la expresión del reconocimiento por los logros de otros.
  8. Valorar las diferencias individuales, apreciando las características que nos distinguen, más que comparar. Cada uno somos diferentes, por tanto hay diferentes caminos para conseguir objetivos parecidos.
  9. Desarrollar la autocrítica constructiva en el niño, para estimular que llegue a ser lo que mejor pueda ser evitando comparaciones.

En resumen, no sé si los españoles somos más o menos envidiosos, pero estoy segura de que se da en todos los países porque es una emoción natural y, cómo todas las emociones, se puede educar evitando caer en el odio que produce, caer en la envidia de la que hablaba Unamuno «la envidia es mil veces más terrible que el hambre porque es hambre espiritual».

 

 

 

André, C y Lelord,F. (2002) La fuerza de las emociones. Barcelona: Ed. Kairos

González Calderón, M.J; Carrasco, M.A; Barrio Gandar, M V. (2011)  Revista Latinoamericana de Psicología, vol. 43, núm. 1,  pp. 45-58

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