Todas las personas verbalmente competentes contamos con respuestas, más o menos conformadas, a preguntas como “Y tu, ¿cómo eres? ¿qué te gusta?”; “¿qué cosas se te dan bien? ¿Y mal?”. Es decir, contamos con un discurso acerca de cómo somos. Contamos con una conceptualización de nosotros mismos sobre lo que opinamos, creemos, criticamos, soñamos… contamos con una identidad.
Nuestra identidad comienza a construirse desde nuestros primeros minutos de vida. Una vez que el bebé nace (a veces incluso antes), los adultos que le rodean comienzan a realizar multitud de verbalizaciones diferentes acerca de qué creen que puede estar sintiendo (“Martín tienes sueño, mira cómo bostezas…”), cómo piensan que es (“Este niño va a tener mucho genio”), qué opinan de él (“¡Qué bien se te dan las manualidades!”), qué rasgos le caracterizan (“¡Qué linda es Marisa! ¿de quién son esos ojazos?”) o incluso sobre lo que está haciendo (“¿Qué está comiendo Julián? Está comiendo sopa…”). Seguro que ejemplos como esos o similares son conocidos por todos. Según va creciendo y conforme aumenta el repertorio comportamental del niño, estas verbalizaciones irán siendo más elaboradas, aludiendo así a aspectos de su identidad más significativos, que irán quedándose “pegadas a su piel”, como si formaran parte de él.
Las distintas verbalizaciones, a nivel global, van dando sentido a su propia experiencia, primero ayudándole a identificar que él existe en el mundo, y más adelante, qué experiencias tiene y cómo son (qué siente, qué piensa, qué opina, qué le gusta, qué quiere, qué hace…). Es decir, irán conformando su “yo”. Por tanto, como seres verbales, desde una edad temprana, nos son dadas descripciones de nosotros mismos, que junto a nuestras propias descripciones, irán conformando una historia acerca de “cómo soy”. Entrar en contacto funcional con ésta dimensión de nuestra identidad supone experimentar nuestro yo-como-concepto (algo que especifican otros muchos autores aludiendo al constructo de “autoconcepto”, quizá más sonado para el lector). Algunos ejemplos de ello podrían ser la definición que dan de sí mismos los concursantes del programa televisivo First Dates cuando tienen que darse a conocer, o lo que diríamos cada uno de nosotros en una entrevista de trabajo.
Teniendo presente, por tanto, que se trata de un producto socioverbalmente construido, va a ser fundamental el papel que cumplan los principales agentes de socialización que rodean al niño a lo largo de su desarrollo (padres, madres, abuelos/as, tíos/as, maestros/as…). Esto es, la manera en que vayan a poner en palabras lo que creen que está experimentando el niño, así como sus fortalezas y debilidades, lo que dará un resultado u otro. En el mejor de los casos, promoviendo futuros adultos con una identidad mejor conformada (lo que popularmente suena cómo: “tiene mucha personalidad, tiene claro lo que quiere y se conoce perfectamente”), y en el peor de los casos, promoviendo futuros adultos con una identidad peor conformada e incluso “pivotante” (lo que popularmente suena como: “no sabe lo que quiere, en función de con quien está dice una cosa u otra; se contradice constantemente”). Los niños comienzan a conocerse a través de las palabras de los adultos. Imaginad la importancia, por tanto, de que éstas sean adecuadas.
Aprender a hablar sobre nosotros es útil para nuestro ambiente social. Nos permite contar con una herramienta para movernos por el mundo más ágilmente. Podemos conectar con nuevas personas y resumir nuestra historia, lo que nos gusta, lo que opinamos, lo que no queremos… y así, de este modo, se convierte en un atajo para conocernos mutuamente, al menos a este nivel.
Una vez que la historia o conceptuación de nosotros mismos se ha conformado, las personas podemos elegir qué partes de ella contamos en función del contexto en el que nos encontremos. Es así que no siempre nos definimos de manera idéntica ante los otros, ni solemos darnos a conocer en profundidad a través de esas definiciones. Por ejemplo, seguramente resaltaremos nuestras cualidades positivas cuando estemos ante un contexto novedoso, y evitaremos mencionar otras que también se corresponden con nosotros y pudieran ser valoradas de modo negativo por parte de otros. Pero no dejemos de tener en cuenta que ésta elección también es individual y una cuestión de aprendizaje y, por tanto, si la experiencia de una persona dando detalles de sí mismo a priori no ha recibido consecuencias negativas a lo largo de su historia, posiblemente continúe haciéndolo sin reparo, algo que repercute asimismo en seguir reafirmando su identidad y, seguramente, en contar con una valoración positiva de si mismo. La autoestima, está ampliamente relacionada con el concepto que tenemos de nosotros mismos.
Algo importante a destacar es que no podemos darnos a conocer al completo exclusivamente a través de las palabras. De manera popular se ha venido considerando que escuchar las descripciones personales era la manera de llegar a conocer a alguien. La realidad es que esa es una manera de acceder a una parte de la información, que ni mucho menos vendría a reflejar a la persona como un todo.
Muchos procesos de selección laboral se inician con una entrevista, pero después requieren 15 días de prueba donde se pretende observar las competencias de la persona en acción. Es decir, no solo el discurso verbal de la persona, sino a la persona comportándose en el contexto concreto. Algo parecido ocurre con los exámenes o con algunos test psicológicos, que sólo están midiendo el autoinforme verbal de la persona (con los posibles errores que eso conlleva), y no su ejecución, su manera de comportarse, ante una situación determinada.
Pero atendiendo a esto último, precisamente puede resultar una ventaja en determinados casos. Contar con una definición sobre nosotros mismos en ocasiones va a permitirnos suplir nuestros fallos en la ejecución. Muchas veces llega a ser tan elaborado lo que las personas dicen de sí mismas, que se acaba prescindiendo de observar realmente cómo se comportan en la situación correspondiente, algo que es beneficioso cuando no se sabe cómo tener que hacerlo. Es así como podemos explicar la existencia del instrusismo profesional en distintos campos: personas haciéndose pasar por médicos, psicólogos, nutricionistas…adheridos a un currículum falso y un discurso preparado, que en la práctica no les permite demostrar sus conocimientos. Visto así, ¿no parece que más que ventaja se trata de un inconveniente? La respuesta, por supuesto, depende del observador.
Algo importante para la identidad de las personas es que sus historias “tengan sentido”, es decir, que guarden coherencia. La importancia de la coherencia como reforzador generalizado para las personas se hace evidente en multitud de situaciones. Ante situaciones en las que nos hemos comportado de un modo no coherente con lo que nos hemos venido contando de nosotros mismos, tratamos de generar explicaciones con intención de recuperar la coherencia. Por ejemplo, si somos personas que nos definimos como responsables y trabajadores, y en cierta situación no hemos entregado en plazo las tareas correspondientes, es muy posible que tratemos de dar explicaciones a ese comportamiento en la línea de “no estaba siendo yo, fueron unos días malos”.
Casi atendiendo en exclusiva a los beneficios de contar con un concepto de nosotros mismos, se pueden advertir sus riesgos.
En primer lugar, en la medida en la que es resultado de una interacción en un contexto social que ha construido partes de la conceptuación de una persona, es muy posible que conlleve errores, es decir, que algunas de esas partes sean impuras (Skinner, 1957) al estar influenciadas por otros y no se ajusten exactamente a la experiencia que estaba teniendo la persona en realidad. Esto es lógico teniendo en cuenta lo complicado que es acceder a la experiencia privada de alguien (lo que siente, lo que piensa, lo que recuerda…), algo que no es meramente observable por otros y solo es accesible a través del discurso verbal del propio sujeto. Pero los bebés y, generalmente, los menores de 2 años no hablan, ante lo cual los padres sólo cuentan con sus propio criterio, su propia historia, para poner en palabras lo que creen que está experimentando su hijo en ese momento. Por ejemplo, un padre podría decir “tienes sueño” ante el lloro de su hijo, cuando en realidad lo que ocurre es que está hambriento. De igual manera ocurriría, si una persona de referencia para el niño no para de repetirle que es muy creativo, solo como un modo de elogiarle, cuando en realidad puede no serlo.
En segundo lugar, y ligado a lo anterior, nuestro concepto puede llegar a condicionar nuestra experiencia. Muchas veces sin consciencia de ello, nos invita a prescindir de atender con precisión a lo que está pasando en cada momento; nos impide contactar con las contingencias naturales de nuestro propio hacer. Nos quedamos “pegados” a lo que decimos que somos, y desde ahí podemos encontrar diferentes resultados ante la misma trampa: personas persistiendo en profesiones que no disfrutan solo porque siempre les han dicho que se les daría bien o habían nacido para ello; personas ancladas a su historia pasada o a cómo les han inculcado que debería ser su vida, a pesar de que tienen ganas de vivir y experimentar cosas nuevas; personas condenadas al concepto que tienen otros de ellas («generosa, muy buena, cercana, paciente…») a pesar de que desean dar un portazo de vez en cuando…
En tercer lugar, a pesar de que puede ser ventaja, tengamos también presente el lado oscuro de contar con una descripción de nosotros mismos: se trata, al mismo tiempo, de una simplificación extrema de nosotros, con todo lo que eso conlleva.
Y, por último, recordemos que las personas defendemos la historia sobre nosotros mismos y, si la modificamos, lo haremos de un modo que mantenga un sentido sólido. Buscar la coherencia puede llegar a tener un coste personal muy elevado, limitando nuestra experiencia y elecciones vitales.
En realidad, todo esto no hace más que ponernos en contacto, una vez más, con la doble cara del lenguaje humano.
Autoría original del artículo: Marina Bazaga Santorio, Psicóloga General Sanitaria.